jueves, 2 de diciembre de 2021

Las Milicias Concejiles

Al menos desde el siglo XII, las huestes concejiles participaron con frecuencia en distintas campañas militares desarrolladas durante la Reconquista.

Fuerzas de combate y defensa conformadas por los habitantes de un núcleo urbano, que convocadas y controladas por el Concejo de la ciudad o poblado, contaba con su propia estructura de mando].

Estas milicias debían obediencia a la monarquía del reino, pero tenían una cierta autonomía para iniciar sus propias acciones; esta independencia relativa les venía dada por los fueros y cartas pueblas, aprobadas por el rey, que regulaban a la urbe y sus territorios.

El origen de estos grupos armados se remonta a la tradición germánica previa a la época de las grandes invasiones de los siglos IV y V. Por tradición los hombres libres debían acudir a la guerra, ante el llamado de su rey, aportando sus propias armas, provisiones e impedimenta, estando obligados a permanecer con la hueste hasta el final de la campaña.

Las milicias concejiles fueron las movilizadas por los concejos o municipios mediante el llamamiento a las armas de todos los vecinos de la ciudad o villa y de su término que estuviesen en edad y condiciones de combatir, por lo que se exceptuaban los casos de invalidez o enfermedad, aunque a veces se eximía también a los vecinos que hubiesen contraído matrimonio en el año en que se hacía el llamamiento.

Esta obligación de la milicia dependía de la condición económica de los afectados, que se dividían dentro de un mismo contingente en varios grupos: el de caballería, formado por caballeros que prestaban un servicio personal al rey en el marco del municipio, y el de infantería, cuyos componentes se dividían según sus medios económicos en lanceros o ballesteros y excepcionalmente en espingarderos.

Cada pueblo formaba su mesnada mandada por un mesnadero y cierto número de decenarios. Cada mesnada tenía su alférez o portaestandarte y un cursor o anubdador encargado de publicar el bando del señor o del merino.

Las mesnadas podían ser de peones o escuderos y de «ginetes» o caballeros. Cuando se acercaba el peligro daba la señal el atalayero y el anubdador con su bocina o añafil daba el toque de apellido.

La milicia concejil era reclutada unas veces para incorporarla al ejército del rey y otras para defender a la comunidad local contra alguna agresión armada, o bien porque el concejo estimase necesario movilizar a sus vecinos, caballeros y peones, para emprender por su cuenta alguna campaña militar.

Estas milicias municipales no parecen haber constituido cuerpos armados permanentes, sino que su reclutamiento solamente se hacía en tiempo de guerra y de ellas formaban parte los caballeros ciudadanos, «pardos»  o «qüantiosos» de la ciudad o villa, los cuales solían reunirse una vez al año para la inspección o «alarde» de sus caballos, armas y arneses.

Los que por cualquier motivo físico o económico eran eximidos del servicio de armas pagaban un tributo de diferente denominación, anubda, fonsadera, carnero militar, castillería, escusado, caballería, y al peón que no se presentaba prontamente al darse el apellido se le cortaba la barba como castigo, siendo este castigo, el de la barba mesada o arrancada, un tormento de origen bíblico que se siguió aplicando durante la época visigótica y la Reconquista.

 

Caballeros pardos, instituidos por el cardenal Cisneros durante su gobierno en Castilla, lo formaron en origen hombres buenos y pecheros que fueron suprimidos en el año 1518.

Los caballeros qüantiosos fue una milicia a caballo que se organizó en origen seguidamente a la conquista de Granada para vigilar a los moriscos que habían quedado en el Reino recién conquistado.

Para entender el origen de los alardes populares que actualmente existen en multitud de festejos españoles, debemos primero conocer el origen de los alardes de armas y su significado. El origen de la palabra «alarde» está en los hábitos militares norteafricanos. Etimológicamente la palabra «alarde» proviene de la raíz ard- cuyo significado es «revista de tropas».

 

https://publicaciones.defensa.gob.es/media/downloadable/files/links/m/o/monografia106.pdf

Mayorazgos y pensiones de viudedad

Las Cortes aprobaron el 27 de septiembre de 1820 un decreto de supresión de todos los mayorazgos. Fue firmado por Fernando VII el 12 de octubre de ese año y fue publicado por la Gaceta del Gobierno en un suplemento extraordinario el viernes día 20 de octubre de 1820.


http://www.cervantesvirtual.com/portales/trienio_liberal/cronologia/

El decreto de las Cortes de Cádiz de 27 de septiembre de 1820, elevado con dicha fecha a la sanción real por el presidente de aquéllas conde de Toreno, dispuso, en su artículo primero, la supresión de «todos los mayorazgos, fideicomisos, patronatos y cualquier otra especie de vinculaciones de bienes raíces, muebles, semovientes, censos, juros, foros o de cualquier otra naturaleza, los cuales se restituyen desde ahora a la clase de absolutamente libres»

Este retorno a la libre circulación de todas las propiedades y derechos vinculados revestía carácter paulatino, 

que podía tener por propios «la mitad de los bienes en que aquéllas (las vinculaciones) consistieran, y después de su muerte pasará la otra mitad al que debía suceder inmediatamente en el mayorazgo, si subsistiese, para que pueda también disponer de ella libremente como dueño». Esa mitad reservada al sucesor inmediato no respondía de las deudas contraídas por su antecesor.

 También se salvaguardaba 

los alimentos o pensiones que los poseedores actuales deban pagar a sus madres viudas, hermanos, sucesor inmediato u otras personas, con arreglo a las fundaciones o a convenios particulares, o a determinaciones en justicia.

También  se protegía las pensiones de viudedad, «satisfaciéndose la mitad a costa de los bienes libres que deje su marido y la otra mitad por la que se reserva al sucesor inmediato.  

Memoriales de títulos nobiliarios e hidalgos para obtener facultad y consignar renta de viudedad. Siglos XVII, XVIII y XIX

Emilio de Cárdenas Piera

Publicado por Ediciones Hidalguía, 1989

También se preservaban los usufructos matrimoniales, de manera que en las provincias o pueblos en que por fuero particular se suceden los cónyuges uno a otro en el usufructo de las vinculaciones por vía de viudedad, lo ejecuten así los que en el día se hallan casados por lo relativo a los bienes de la vinculación, que no hayan sido enajenados cuando muera el cónyuge poseedor, pasando después al sucesor inmediato la mitad íntegra que les corresponde, según queda prevenido.