Los orígenes de los templarios se remontan al año 1119.
En este momento los señores, Hugo de Payns y Godofredo de Saint-Omer, que capitaneaban a un grupo de caballeros francos acuartelados en Jerusalén, decidieron poner en marcha una fraternidad. Cuyo objetivo sería vigilar y proteger las rutas de peregrinaje desde la costa mediterránea a Jerusalén, abarcando su área de acción y protección desde allí hasta las tierras de Jericó. Así, tras recibir la autorización del patriarca de Jerusalén y de jurar los votos monásticos de pobreza, castidad y obediencia, los caballeros obtuvieron el reconocimiento oficial de la iglesia cristiana durante el concilio de Nablús, en enero del año 1120.
En un principio, los templarios llevaron
el voto de pobreza a su máxima expresión, ya que sólo se nutrían de las
limosnas que recibían de algunos señores nobiliarios, de peregrinos, de
monasterios, etc. Con el tiempo y gracias al apoyo de monarcas como el rey
Balduino II de Jerusalén, muchos príncipes y reyes europeos se decidieron a
prestar su ayuda a la orden recién nacida. Progreso al que también ayudó la
larga peregrinación en busca de apoyos y limosnas, llevaba a cabo por Hugo de
Payns, durante los primeros tiempos de la orden, por diferentes regiones del
viejo continente. Orden que día a día comenzaba a ser mejor vista tanto por el
poder político como por el eclesiástico, pues había sido el patriarca de
Jerusalén quien la había certificado canónicamente.
En otro orden de cosas, los miembros de
estas órdenes contaron con una vestimenta y un equipamiento característicos,
diferenciándose del caballero mundano por su austeridad absoluta, puesto que en
sus vestiduras no había sitio para la ornamentación. Estos atuendos se
caracterizaban por ser de un único color: hospitalarios con hábito y manto
negro, y templarios con manto y hábitos blancos, símbolo de pureza. Ambos,
además, en un principio lucieron un equipamiento militar similar: cota de malla
que cubría al caballero desde la cabeza hasta las rodillas en la mayoría de los
casos; casco en forma de cono, que cubría toda la cabeza a excepción de la
cara, casco que con el tiempo fue evolucionando hasta cubrir también la cara;
espada de doble filo; escudo en forma de cometa; una lanza larga para las
cargas; y caballo de combate, generalmente un destrero.
Sólo necesitaban lo mínimo para
combatir, valiéndose de su destreza y su fe en Dios más que de la fuerza de las
armas. Algo que les llevó a ocupar en el combate las posiciones más
arriesgadas, encabezando generalmente la vanguardia. Protegiendo y custodiando,
además, la retaguardia durante las largas marchas por Tierra Santa. Siempre en
competencia con la otra orden, ya que ambas se disputaban la salvaguarda de los
puestos más delicados de la columna para mayor gloria de Dios y de la orden,
algo que llevó a que ambas se turnaran en las posiciones y en el ejercicio de
estas funciones defensivas. Todo ello, acarreó que estos monjes-guerreros
fueran vistos por muchos monarcas como auténticos fanáticos religiosos, pero
fanáticos útiles que todos querían contar entre las filas de sus contingentes
militares, ya que eran temidos por el rival y su coraje ganaba batallas.
Además, el desorden del campo de batalla
pocas veces les hacía mella, pues los miembros de las órdenes rara vez perdían
su organización y rectitud, a pesar de contar entre sus filas con mercenarios y
voluntarios reclutados por ellos mismos, y puestos bajo su bandera por un
cierto período de tiempo.
Los freires eran dirigidos por los maestres, quienes se ponían al frente de cada uno de los escuadrones en los que se dividían los caballeros a la hora de entrar en combate.
La cohesión de estos caballeros en la
lucha, todos uniformados y bajo una misma bandera sacralizada, influyó en los
ejércitos venideros y sus modelos futuros, sentando las bases para los
ejércitos de época moderna. Tras los escuadrones
citados anteriormente se situaban los escuderos, quienes se encargaban de
correr tras el escuadrón y auxiliar a los caballeros tras la carga
–especialmente en el caso del Temple–. Esta forma de
guerrear, a través de escuadrones a la carga, fue característica de ambas
órdenes militares, al igual que jamás desfallecer en la lucha mientras la
bandera de la orden permaneciese izada.
La prosperidad y el
poder del que gozaron estas órdenes acabó inspirando a otros, llevando a su
imitación y al nacimiento de nuevas órdenes en distintos reinos. Así, durante
el siglo XII surgieron en Castilla varias órdenes militares nuevas para
defender las fronteras peninsulares del empuje islámico, tenemos aquí: la de
Calatrava (1164) y la de Alcántara (1176). También, León y Portugal siguieron
los pasos de su reino vecino, surgiendo la orden de Santiago (1170) y la de
Avis (1176) respectivamente.
Desde mediados del siglo XII y a lo largo del siglo
XIII, tanto hospitalarios como templarios se convirtieron en poderosas
corporaciones eclesiástico-militares, cuya fuerza e influencia a nivel global
alcanzó una proporción formidable. Sus riquezas y sus éxitos en el campo de
batalla, les aportaron un significativo poder político y militar, que se podía
igualar al de muchos barones francos de Tierra Santa e incluso comparar, sobre
todo en la Europa Central del siglo XIII, al de muchos de los principales
señores.
Hospital y Temple se acabaron convirtiendo en organizaciones internacionales de gran prestigio y mando, contando a su cargo con una enorme cantidad de tierras, señoríos y riquezas.
El Temple se
consolidó en Francia como uno de los pilares principales de poder junto a la
Iglesia y la Monarquía capetina, llegando incluso a custodiar y controlar el Tesoro
francés. Ostentando una gran combinación de poderío religioso, económico,
político y militar que no gustó a las grandes esferas de poder, las cuales
comenzaron a alimentar oscuras, heréticas y satánicas leyendas sobre el Temple.
Con el único objetivo de socavar su autoridad y tener una excusa válida que
precipitara su final.
Caída en desgracia que tuvo lugar
durante el siglo XIV, a causa del corrupto proceso judicial llevado a cabo por
el rey Felipe IV de Francia contra la orden del Temple. Algo que según la
leyenda le costó caro al monarca, ya que justo antes de morir abrasado en la
hoguera, el último gran maestre de la orden, Jacques de Molay, maldijo al rey y
a todo su linaje Capeto. Poniendo como consecuencia en marcha la famosa maldición de Felipe IV de Francia.
No obstante, aunque la orden del Temple
fue destruida completamente tras el proceso judicial y el ajusticiamiento
anterior, algunos testimonios modernos alimentan la leyenda de que la orden
sobrevivió, manteniéndose latente y oculta durante siglos. Es más, durante el
siglo XVIII se llegaron a citar los nombres de algunos de los maestres
templarios que comandaron la orden en la clandestinidad.
Cuentan dichas leyendas y mitos, como
muchos de los monjes-guerreros que consiguieron eludir la muerte, en los años
siguientes a la eliminación del Temple, intentaron reagruparse en la
clandestinidad y poner en marcha conspiraciones contra la Corona de Francia y
contra el Papado. Destacando entre estos monjes conspiradores, Juan de Longwy,
sobrino de Jacques de Molay.
También, algunos historiadores modernos
han dado veracidad a ciertas crónicas que narran como numerosos grupos de estos
templarios en la clandestinidad se dedicaron a guerrear en contiendas
internacionales, como es el caso de la batalla de Bannockburn (Siglo XIV).
Batalla enmarcado en la Guerra de Independencia que mantuvo Escocia frente al
Reino de Inglaterra. Contienda de la que han aparecido ciertas narraciones que
cuentan como algunos templarios se pusieron a las órdenes del rey escocés
Roberto Bruce en Bannockburn, dejando a un lado sus insignias y vestimentas
cruzadas, optando en esta ocasión por hábitos completamente negros para entrar
en combate, junto al contingente escocés. Logrando estos caballeros con sus
cargas acabar con los arqueros ingleses, siendo sus acciones de gran ayuda para
encumbrar a la victoria al contendiente escocés frente al inglés en junio de
1314.
La orden del Hospital permaneció latente –aunque terminó ramificándose–, tras el fin del Temple, haciéndose cargo de parte de las posesiones extirpadas a dicha malograda orden.
El Hospital
continuó atento a las necesidades de los peregrinos y los enfermos, al mismo
tiempo que siguió vigilante y combativo contra la proliferación del islam, ya
que una nueva a amenaza islámica comenzaba a cernirse sobre la Cristiandad, el
poderoso Imperio Otomano.
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