Al menos desde el siglo XII, las huestes concejiles participaron con frecuencia en distintas campañas militares desarrolladas durante la Reconquista.
Fuerzas de combate y defensa conformadas por los habitantes de un núcleo urbano, que convocadas y controladas por el Concejo de la ciudad o poblado, contaba con su propia estructura de mando].
Estas milicias debían obediencia a la monarquía del reino,
pero tenían una cierta autonomía para iniciar sus propias acciones; esta
independencia relativa les venía dada por los fueros y cartas pueblas,
aprobadas por el rey, que regulaban a la urbe y sus territorios.
El origen de estos grupos armados se remonta a la tradición germánica previa a la época de las grandes invasiones de los siglos IV y V. Por tradición los hombres libres debían acudir a la guerra, ante el llamado de su rey, aportando sus propias armas, provisiones e impedimenta, estando obligados a permanecer con la hueste hasta el final de la campaña.
Las milicias concejiles fueron las movilizadas por los
concejos o municipios mediante el llamamiento a las armas de todos los vecinos
de la ciudad o villa y de su término que estuviesen en edad y condiciones de
combatir, por lo que se exceptuaban los casos de invalidez o enfermedad, aunque
a veces se eximía también a los vecinos que hubiesen contraído matrimonio en el
año en que se hacía el llamamiento.
Esta obligación de la milicia dependía de la condición
económica de los afectados, que se dividían dentro de un mismo contingente en
varios grupos: el de caballería, formado por caballeros que prestaban un
servicio personal al rey en el marco del municipio, y el de infantería, cuyos
componentes se dividían según sus medios económicos en lanceros o ballesteros y
excepcionalmente en espingarderos.
Cada pueblo formaba su mesnada mandada por un mesnadero y cierto número de decenarios. Cada mesnada tenía su alférez o portaestandarte y un cursor o anubdador encargado de publicar el bando del señor o del merino.
Las mesnadas podían ser de peones o escuderos y de «ginetes»
o caballeros. Cuando se acercaba el peligro daba la señal el atalayero y el anubdador
con su bocina o añafil daba el toque de apellido.
La milicia concejil era reclutada unas veces para incorporarla al ejército del rey y otras para defender a la comunidad local contra alguna agresión armada, o bien porque el concejo estimase necesario movilizar a sus vecinos, caballeros y peones, para emprender por su cuenta alguna campaña militar.
Estas milicias municipales no parecen haber constituido
cuerpos armados permanentes, sino que su reclutamiento solamente se hacía en tiempo
de guerra y de ellas formaban parte los caballeros ciudadanos, «pardos» o «qüantiosos» de la ciudad o villa, los
cuales solían reunirse una vez al año para la inspección o «alarde» de sus caballos,
armas y arneses.
Los que por cualquier motivo físico o económico eran eximidos del servicio de armas pagaban un tributo de diferente denominación, anubda, fonsadera, carnero militar, castillería, escusado, caballería, y al peón que no se presentaba prontamente al darse el apellido se le cortaba la barba como castigo, siendo este castigo, el de la barba mesada o arrancada, un tormento de origen bíblico que se siguió aplicando durante la época visigótica y la Reconquista.
Caballeros pardos,
instituidos por el cardenal Cisneros durante su gobierno en Castilla, lo
formaron en origen hombres buenos y pecheros que fueron suprimidos en el año
1518.
Los caballeros
qüantiosos fue una milicia a caballo que se organizó en origen seguidamente
a la conquista de Granada para vigilar a los moriscos que habían quedado en el
Reino recién conquistado.
Para entender el origen de los alardes populares que actualmente existen en multitud de festejos
españoles, debemos primero conocer el origen de los alardes de armas y su
significado. El origen de la palabra «alarde» está en los hábitos militares
norteafricanos. Etimológicamente la palabra «alarde» proviene de la raíz ard-
cuyo significado es «revista de tropas».