La complejidad del sistema de la hacienda en Castilla aumenta porque los municipios podían crear sus propios impuestos, aunque siempre como gracia del rey. Los impuestos municipales eran los arbitrios. Se definen los arbitrios como derechos impositivos sobre la producción y el comercio que eran fijados por los ayuntamientos para obtener ingresos con los que hacer frente al pago de sus impuestos a la Corona y aumentar los recursos para costear los gastos municipales.
Los municipios poseían bienes propios de los que obtenían recursos para la financiación de sus gastos. Estos bienes solían ser tierras, montes, dehesas, pastos o bien inmuebles que eran arrendados y de las rentas obtenidas se pagaban sueldos de los oficios municipales y se mantenían gastos de obras públicas, educación, hospitales, lo que podríamos englobar bajo la denominación de servicios públicos.
Las averiguaciones catastrales se ocuparon de lo que se llama bienes propios y comunes de las villa y ciudades con lo que se hace mención a las propiedades para las que de modo colectivo era titular la población. En esta titularidad están englobados todos los vecinos, aunque no esta claro si solo los residentes o también los vecinos no moradores. Esta distinción entre vecinos moradores y no moradores era importante a la hora de establecer quienes podían, por ejemplo, hacer uso de tierras comunales, pastos, montes y dehesas.
Las rentas de las tierras y los ingresos derivados de la propiedad de estos bienes tenían como finalidad pagar las obligaciones, cargas y gastos de los pueblos. Los patrimonios de los pueblos estaban ubicados generalmente en los propios territorios del término municipal, aunque a veces podían tener alguna posesión o derecho fuera del propio término.
Los concejos obtenían pocos ingresos de los bienes del común y para hacer frente a los gastos de la hacienda municipal y a los derivados del funcionamiento del ayuntamiento era bastante difícil. La mayor parte de las rentas obtenidas se gastaban en los sueldos de oficios dependientes del ayuntamiento y en mantener en la medida de lo posible caminos, edificios públicos, abastecimientos, fiestas y ceremonias religiosas y aquellos gastos cargados a los ingresos derivados de estas propiedades comunales. Las haciendas municipales presentaban un déficit crónico y hacían frente a sus gastos con escasos recursos lo que les llevaba a cargar a los vecinos con nuevos impuestos de carácter local. Estos ingresos de los ayuntamientos se completaban con rentas enajenadas a la Corona que podían ser oficios, cargos y participación en los impuestos de la Hacienda Real.
Los vecinos de los pueblos de Castilla tenían que hacer frente a los impuestos de la Corona mediante los encabezamientos repartimientos y arrendamientos que se hacían de las Alcabalas y debían soportar las sisas para pagar los encabezamientos de los Millones, a lo que hay que añadir los pagos directos del Servicio Ordinario y Extraordinario y los derechos de los ayuntamientos por los arbitrios municipales. Se completa el panorama fiscal del habitante de Castilla con las cantidades satisfechas a la fiscalidad de la Iglesia.
El objetivo del Catastro era la imposición de una Contribución directa que gravara la riqueza mueble e inmueble, rústica y urbana, de todos los propietarios y núcleos de población, por ello era necesario un plan de ordenación de la riqueza existente en los territorios de la Corona de Castilla. Los bienes de los municipios, ya fueran propios del ayuntamiento o bienes del común del vecindario, serían también objeto de tributación.
Ante el fracaso de la reforma que supuso el Catastro, el Estado tuvo que buscar nuevos recursos impositivos que abrirían el camino a las reformas del siglo XIX. Igualmente, los ayuntamientos buscaron nuevas formas de financiación, que han mantenido hasta la actualidad, como las contribuciones sobre propiedades y actividades económicas. Algunos de estos recursos fueron la contribución directa sobre la industria y el comercio.
Consecuencia del fracaso catastral es que, a lo largo del siglo XVIII, no solo se mantienen los impuestos heredados sino que por necesidades de guerra y para hacer frente a los gastos militares los Borbones se ven en la necesidad de crear nuevos impuestos. En el año 1785 se establece un impuesto sobre las rentas obtenidas de los arrendamientos de tierras y fincas y se graban los derechos reales y jurisdiccionales concedidos por la Corona a los ayuntamientos, es decir las rentas enajenadas también tenían que contribuir. En 1798, se crea la contribución de sucesiones sobre las herencias entre cónyuges, colaterales y extraño ante la necesidad de recaudar fondos con los que hacer frente a la Deuda Pública del Estado.
Desde la llegada de los Borbones a España una de las principales preocupaciones de su política, como hemos ido viendo, es la racionalización y organización del sistema fiscal. Hasta las reformas de mediados del siglo XIX el sistema se configura como una suma sistemas regionales controlados desde el poder central. Además del Catastro Catalán, que gravó con un 10% las rentas de la tierra y con un 8% las rentas obtenidas de las “industrias”, completaban el sistema de tributación castellana La Real Contribución Única de Aragón, en Valencia funcionaba el Equivalente y en Mallorca la Talla. Estos sistemas se basaban en un reparto de sumas fijas, sin conocer las posibilidades del contribuyente como había hecho el catastro catalán.
En Navarra y en el País Vasco subsistieron sus haciendas forales. Ambos territorios contribuían al mantenimiento de los gastos del estado a través del llamado Servicio para Navarra y el Donativo para el País Vasco.
Como examinar la evolución del sistema impositivo no es una de las intenciones de este trabajo, completaremos las notas que hemos venido describiendo reflexionando como los impuestos y su recaudación son una de las principales preocupaciones de las actuaciones políticas de la administración actual no importa cual sea su ámbito de gobierno territorial. La gestión de los ingresos derivados del sistema fiscal se ha ido convirtiendo, a lo largo de los siglos XIX y XX, en uno de los rasgos que definen y reflejan la organización estatal.
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