El nacimiento de la Marina de Castilla
Puede fijarse en tierras gallegas hacia
el año 1100 cuando el obispo de Santiago, Diego Gelmirez, ve la necesidad de una
fuerza naval que protegiese las costas de los ataques vikingos y moros. Gelmirez
cuenta con la colaboración de un tal Ogerio, reputado maestro genovés, para
iniciar la construcción de naves de guerra.
La primera acción importante de la
Marina castellana fue la reconquista de Sevilla en la participaron marinos y
naves gallegos, asturianos, montañeses, vizcaínos y guipuzcoanos.
Alfonso X el Sabio dividió el
almirantazgo en dos: uno para las costas andaluzas y otro para las cantábricas,
con sede en Burgos y en Castro Urdiales.
En 1292 barcos y marinos de los puertos
cantábricos participaron en la conquista de Tarifa y en 1339 en el bloqueo del
Estrecho para evitar un nuevo desembarco musulmán que se estaba preparando en
Marruecos.
En 1351 la ciudad de San Sebastián
recibió varias mercedes por la distinguida participación de sus marinos en el
socorro de Algeciras.
En 1407 las naves vascas y montañesas vencieron a la armada marroquí en la
batalla del Estrecho.
En 1412 las naves de Vizcaya, Cuatro
Villas y Galicia formaron la expedición contra Ceuta.
A partir de 1483 la flota cantábrica pasó al Mediterráneo para cortar la
comunicación del reino nazarí de Granada con sus aliados africanos.
En 1487 se sitió Málaga por tierra y mar. Las escuadras castellana y aragonesa estuvieron dirigidas por los almirantes Fadrique Enríquez y Galcerán de Requesens, secundados por los capitanes Antonio Bernal, Melchor Maldonado, Alvaro de Mendoza, Martín Ruiz de Mena y Garci López de Arriarán.
Pero no sólo contra los musulmanes lucharon los marinos cantábricos, también lo hicieron contra navarros y aragoneses en 1430.
En 1475, con motivo de la guerra sucesoria entre Isabel y Juana la Beltraneja, las naves castellanas y aragonesas entablaron combate en el Estrecho de Gibraltar contra la armada luso-genovesa, defensora de la causa de la Beltraneja.
En 1487 se sitió Málaga por tierra y mar. Las escuadras castellana y aragonesa estuvieron dirigidas por los almirantes Fadrique Enríquez y Galcerán de Requesens, secundados por los capitanes Antonio Bernal, Melchor Maldonado, Alvaro de Mendoza, Martín Ruiz de Mena y Garci López de Arriarán.
Pero no sólo contra los musulmanes lucharon los marinos cantábricos, también lo hicieron contra navarros y aragoneses en 1430.
En 1475, con motivo de la guerra sucesoria entre Isabel y Juana la Beltraneja, las naves castellanas y aragonesas entablaron combate en el Estrecho de Gibraltar contra la armada luso-genovesa, defensora de la causa de la Beltraneja.
El comercio
exterior del reino castellano, realizado sobre todos los países de la Europa
atlántica, se canalizó a través de sus puertos cantábricos. De estos salieron
los marinos que darían a Castilla su dominio del mar que marcaría la historia
de Europa durante siglos.
Se aplicaba el nombre de Galeón de Plata
a los navíos que tenían como cometido proteger la flota mercantil y transportar
los metales preciosos en el viaje de vuelta. La travesía demandaba una
embarcación con más fortaleza que las que se utilizaban en las aguas inmediatas
al continente europeo.
El Galeón de la Carrera de Indias
se fue diferenciando del característico de la Armada del Mar Océano y la
Administración se marcó como meta regular las fábricas con proporciones fijas,
incidiendo de esta manera notablemente, en las obras de los astilleros
vascos.
De casco redondo, las medidas de un galeón
guardaban relación entre sí: la quilla triplicaba la longitud de la manga y
ésta duplicaba al calado. De fines del
siglo XVI es la tajante separación entre los navíos que se destinaban a las
aguas europeas y a las indianas.
Mientras que la influencia británica es indiscutible en las unidades del Mar Océano, en la Carrera de Indias apenas tuvo impacto. Los navíos botados en Cantabria o el País Vasco no desmerecieron en nada a los británicos y holandeses de la primera mitad del siglo XVII.
Mientras que la influencia británica es indiscutible en las unidades del Mar Océano, en la Carrera de Indias apenas tuvo impacto. Los navíos botados en Cantabria o el País Vasco no desmerecieron en nada a los británicos y holandeses de la primera mitad del siglo XVII.
Pero un accidente geográfico, la barra de Sanlúcar, y una legislación
monopolística mediatizaba el diseño del tipo de navío utilizado en la Carrera.
A pesar de todo, la tendencia, a medida que el tiempo transcurría, fue la de
aumentar el tonelaje.
Por otra parte, la escasez de bajeles particulares apropiados para estos cometidos —transportar los metales preciosos— impulsó a la Administración española a utilizar en estas misiones a los galeones de la Armada del Océano, acentuándose la peligrosidad de la barra de Sanlúcar ante cascos de 800 y 900 toneladas.
En 1680, y ante los hechos consumados, la Administración española asumió la realidad presente en la Carrera de Indias a finales de la década de los veinte, y trasladó, oficialmente, la cabecera de las flotas a Cádiz.
A partir de 1640, y sobre todo a partir de 1660, la Carrera de Indias experimenta profundos cambios. El comercio se encuentra absolutamente dominado por Holanda e Inglaterra, en el que la Administración española pierde el control de las relaciones comerciales de sus territorios ultramarinos. Ese control no se retomó hasta después de la Guerra de Sucesión.
Bajando a la constatación material de lo expuesto, las potencias industriales y mercantiles europeas intentaron introducir, y lo consiguieron en gran parte, el sistema holandés de las Compañías de las Indias Occidentales y Orientales, es decir, el vehículo del tráfico pasó a ser el navío que llevaba en sí mismo apreciable capacidad de carga y defensas acordes con lo que albergaba en su interior a la ida y a la vuelta.
En dos áreas de la Península Ibérica florecía la industria de la construcción de navíos para las navegaciones atlánticas, la Baja Andalucía y la cornisa cantábrica. Cada una de estas zonas imprimió a sus productos características diferenciadoras.
El navío del Sur raramente superaba las 200 toneladas porque los materiales que proporcionaba la tierra no daban para más. Entre 1612 y 1648, sólo sirvieron en la Armada como galeones de plata cuatro bajeles andaluces, y todos fueron construidos antes de 1625.
Mientras, montañeses y vascos botaron grandes y sólidos barcos de buena madera de roble de 400, 500 y 600 toneladas.
Desde el principio, la actitud de la Corona consistió en ayudar y apuntalar las fábricas del Norte de la península, reflejándose tal orientación en la legislación emitida en 1523, 1560 y 1593.
En el fondo, lo que afloraba era la colisión de dos mentalidades distintas, las más de las veces contrapuestas, a la hora de explotar las Indias y sus riquezas. Unos, andaluces y criollos, pretendían seguir las líneas de los primeros tiempos de la conquista; otros, vascos y montañeses asumiendo paulatinamente los resortes del comercio, representaban las innovadoras corrientes capitalistas europeas.
Pero el auténtico peligro para los constructores del Norte procedía de las fábricas antillanas. Los navíos criollos gozaban de indiscutible prestigio, prefiriéndose, para formar las Armadas, a las restante construcciones gracias a la bondad de la madera de caoba. Las fábricas antillanas, de las que un 60% se concentraba en La Habana, contaban a su favor con la longevidad y resistencia de sus productos y en su contra con un sensible encarecimiento de las labores por la ausencia de hierro, impermeabilizantes, jarcia, estopa, herramientas, etc.
Entre 1618 y 1648 sirvieron en la Armada de la Carrera de Indias y en la Flota de Nueva España un mínimo de 35 galeones construidos en los puertos caribeños, que arrojaban una media de 600 toneladas por unidad. Antes de 1625, se botaron 25 unidades y sólo 10 después de esa fecha.
La tendencia es inversa a la de los astilleros del Norte de la península. De los 42 galeones fabricados, únicamente 15 se utilizaron antes de 1630, pero la cifra se incrementa hasta los 27 después de ese año, si bien es verdad que ahí van incluidos los navíos cedidos por la Armada del Océano.
A partir de la década de los treinta, los constructores cántabros se hicieron dueños de la situación imponiendo un asfixiante monopolio que arruinó la floreciente industria de la construcción de bajeles de medio y alto porte en la América hispana. Sólo se volverían a conseguir esos niveles de producción en el área antillana con la dinastía borbónica.
La dificultad más temida de la navegación a Indias era la salida y entrada obligada en Sanlúcar, derivada del monopolio comercial sevillano. Los siniestros en la desembocadura del Guadalquivir se multiplicaron a partir de finales del siglo XVI al aumentar el porte de las embarcaciones. El tránsito por aquellas traidoras arenas cada vez era más complicado. Ya a principios de la década de los veinte del siglo XVII se pedía que el puerto cabecera del tráfico indiano fuese Cádiz, sobre todo por parte del comercio, y a partir de entonces e n c o n t r a remos dos tendencias que afectaban profundamente a la tecnología naval española, y muy particularmente, a la vasca. Por un lado, los organismos de gobierno indianos y la Casa de la Contratación, d e f e n s o res a ultranza del sistema monopolístico y de la peligrosa subida por el Guadalquivir; por otro, el c o m e rcio, cada vez más mediatizado por las firmas extranjeras y con la creciente presencia vasca en todas sus vertientes que propugnaban el florecimiento gaditano, legal o subrepticiamente.
Por otra parte, la escasez de bajeles particulares apropiados para estos cometidos —transportar los metales preciosos— impulsó a la Administración española a utilizar en estas misiones a los galeones de la Armada del Océano, acentuándose la peligrosidad de la barra de Sanlúcar ante cascos de 800 y 900 toneladas.
En 1680, y ante los hechos consumados, la Administración española asumió la realidad presente en la Carrera de Indias a finales de la década de los veinte, y trasladó, oficialmente, la cabecera de las flotas a Cádiz.
A partir de 1640, y sobre todo a partir de 1660, la Carrera de Indias experimenta profundos cambios. El comercio se encuentra absolutamente dominado por Holanda e Inglaterra, en el que la Administración española pierde el control de las relaciones comerciales de sus territorios ultramarinos. Ese control no se retomó hasta después de la Guerra de Sucesión.
Bajando a la constatación material de lo expuesto, las potencias industriales y mercantiles europeas intentaron introducir, y lo consiguieron en gran parte, el sistema holandés de las Compañías de las Indias Occidentales y Orientales, es decir, el vehículo del tráfico pasó a ser el navío que llevaba en sí mismo apreciable capacidad de carga y defensas acordes con lo que albergaba en su interior a la ida y a la vuelta.
En dos áreas de la Península Ibérica florecía la industria de la construcción de navíos para las navegaciones atlánticas, la Baja Andalucía y la cornisa cantábrica. Cada una de estas zonas imprimió a sus productos características diferenciadoras.
El navío del Sur raramente superaba las 200 toneladas porque los materiales que proporcionaba la tierra no daban para más. Entre 1612 y 1648, sólo sirvieron en la Armada como galeones de plata cuatro bajeles andaluces, y todos fueron construidos antes de 1625.
Mientras, montañeses y vascos botaron grandes y sólidos barcos de buena madera de roble de 400, 500 y 600 toneladas.
Desde el principio, la actitud de la Corona consistió en ayudar y apuntalar las fábricas del Norte de la península, reflejándose tal orientación en la legislación emitida en 1523, 1560 y 1593.
En el fondo, lo que afloraba era la colisión de dos mentalidades distintas, las más de las veces contrapuestas, a la hora de explotar las Indias y sus riquezas. Unos, andaluces y criollos, pretendían seguir las líneas de los primeros tiempos de la conquista; otros, vascos y montañeses asumiendo paulatinamente los resortes del comercio, representaban las innovadoras corrientes capitalistas europeas.
Pero el auténtico peligro para los constructores del Norte procedía de las fábricas antillanas. Los navíos criollos gozaban de indiscutible prestigio, prefiriéndose, para formar las Armadas, a las restante construcciones gracias a la bondad de la madera de caoba. Las fábricas antillanas, de las que un 60% se concentraba en La Habana, contaban a su favor con la longevidad y resistencia de sus productos y en su contra con un sensible encarecimiento de las labores por la ausencia de hierro, impermeabilizantes, jarcia, estopa, herramientas, etc.
Entre 1618 y 1648 sirvieron en la Armada de la Carrera de Indias y en la Flota de Nueva España un mínimo de 35 galeones construidos en los puertos caribeños, que arrojaban una media de 600 toneladas por unidad. Antes de 1625, se botaron 25 unidades y sólo 10 después de esa fecha.
La tendencia es inversa a la de los astilleros del Norte de la península. De los 42 galeones fabricados, únicamente 15 se utilizaron antes de 1630, pero la cifra se incrementa hasta los 27 después de ese año, si bien es verdad que ahí van incluidos los navíos cedidos por la Armada del Océano.
A partir de la década de los treinta, los constructores cántabros se hicieron dueños de la situación imponiendo un asfixiante monopolio que arruinó la floreciente industria de la construcción de bajeles de medio y alto porte en la América hispana. Sólo se volverían a conseguir esos niveles de producción en el área antillana con la dinastía borbónica.
La dificultad más temida de la navegación a Indias era la salida y entrada obligada en Sanlúcar, derivada del monopolio comercial sevillano. Los siniestros en la desembocadura del Guadalquivir se multiplicaron a partir de finales del siglo XVI al aumentar el porte de las embarcaciones. El tránsito por aquellas traidoras arenas cada vez era más complicado. Ya a principios de la década de los veinte del siglo XVII se pedía que el puerto cabecera del tráfico indiano fuese Cádiz, sobre todo por parte del comercio, y a partir de entonces e n c o n t r a remos dos tendencias que afectaban profundamente a la tecnología naval española, y muy particularmente, a la vasca. Por un lado, los organismos de gobierno indianos y la Casa de la Contratación, d e f e n s o res a ultranza del sistema monopolístico y de la peligrosa subida por el Guadalquivir; por otro, el c o m e rcio, cada vez más mediatizado por las firmas extranjeras y con la creciente presencia vasca en todas sus vertientes que propugnaban el florecimiento gaditano, legal o subrepticiamente.
Determinante para el futuro de Cádiz y
por lo tanto a la hora de concebir el navío de la Carrera, fue el estrepitoso fracaso ante sus flamantes murallas de la escuadra anglo-holandesa de
lord Wimbledon, en 1625.
La superación de tan dura prueba marca
el inicio de una confianza ciega del comercio en las defensas gaditanas y
también el crecimiento acelerado de la población y edificios que hicieron de
Cádiz una ciudad inexpugnable durante dos siglos.
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