Restos del Castillo y de la iglesia románica de San Miguel.
Los más antiguos pobladores de las tierras de San Pedro Manrique se remontan a la edad del Bronce. Los pueblos celtas llegaron en el siglo VI a.C. Se instalaron en castros de pequeñas dimensiones, que ocupaban elevadas atalayas de la sierra, desde donde vigilar y defenderse. En la Carta Arqueológica de Soria de Blas Tarazona, se dice que “los Pelendones”, ya practicaban la trashumancia y que alguno de sus castros como los de Taniñe y Castilfrío no eran residencias sino más bien asentamientos estivales para ganadería. Dos siglos después, a finales del s. IV y comienzos del III, llegaron los Celtíberos, gentes celtas, impregnados de cultura ibérica y mediterránea. Introdujeron la escritura íbera, la cerámica cocida en horno refractario, pintada y torneada. Conocían la agricultura pero, fueron ganaderos, tal como se desprende de los restos hallados en sus asentamientos. Desde el punto de vista del poblamiento, reorganizaron toda la red de poblados, que distribuyeron en las zonas más proclives para la vida y los cultivos. Mención especial merece el Castillejo de Sarnago que fue la atalaya y vigía del territorio y sobre todo “Los Casares". De confirmarse las hipótesis, es probable que muchos de los ritos folclóricos sanjuaneros como las Móndidas y el Paso del Fuego, fueran practicados en la antigüedad por los serranos. En el año 133 a.C Escicipión Emiliano “El Africano” conquistó con sus legiones la heroica ciudad de Numancia, y sin duda por la proximidad geográfica y estrecha relación con el resto de los castros, todos ellos debieron incorporarse por estas fechas a la autoridad del imperio romano.
El nuevo poder romano llevó a cabo una completa reorganización del poblamiento; se desalojaron algunos núcleos como el “Castellar” de Taniñe y el “Castillejo” de Sarnago. De los años posteriores, se sabe de la existencia en la zona, de una población visigoda. Es posible que estas gentes llegaran hasta aquí en persucción de grupos de bagaudas y tuvieran algo que ver con la desaparición, en torno al s. V, de los poblados romanizados. Desde el s. V hasta el XII no se dispone de documentos literarios ni arqueológicos sobre la historia medieval. Sin embargo, sabemos que estas tierras estuvieron bajo el área de influencia de la familia muladí de los Banu-Casi señoreaban el valle del Ebro y que después debieron pleitesía a los califas de Córdoba. El dominio cristiano no tuvo carácter definitivo hasta la liquidación del califatoy el paso a poder navarro. Corre el 1127, durante el reinado de Alfonso I “El Batallador”, cuando aparecen los primeros documentos escritos sobre San Pedro Manrique a raíz de un pleito de un vecino de Taniñe. Sin embargo, es posible que las constitución de la Comunidad de Villa y Tierra no aparezca hasta que la Sierra pasa definitivamente a manos castellanas, siendo el reinado de Alfonso VII el Emperador. De estos años no se conocen muchos pormenores de la historia de San Pedro. A lo largo del siglo XIV la villa estuvo implicada en los conflictos dinástico-señoriales.
Pero será con posterioridad, durante las guerras entre Pedro I y Enrique de Trastámara, cuando la villa sufra los mayores daños causados por las tropas inglesas y francesas. El triunfo definitivo de la dinastía Trastámara fue funesto para la comarca pues, la villa perdió su condición de “realengo” y pasó a transformarse en señorío dependiente de la jurisdicción de los Manrique. Es en 1464 cuando esta poderosa familia incorpora su apellido al nombre de la villa, para llamarse definitivamente San Pedro Manrique. Desde el siglo XV al XIX, San Pedro siguió siendo una Comunidad de Villa y Tierra compuesta por la villa, tres barrios y veinticinco aldeas.
Hasta 1830, San Pedro tuvo cuatro parroquias regidas por treinta y dos beneficiados, que eran: Santa María de la Peña, San Juan, San Martín y San Miguel, además de un número de ermitas.
El siglo XVIII supuso un considerable impulso económico para la comarca; es la época de los molinos harineros, los batanes y los talleres de tejeduría. El destino de San Pedro y su comarca comenzó a jugarse unos años más tarde como consecuencia de la Guerra de la Independencia. La villa tuvo un especial protagonismo es este conflicto. De ella era natural J. Gante, destacado miembro de la junta patriótica de Soria. Y aquí halló refugio y protección el Batalló de Numantinos que, infligió una severa derrota a las tropas francesas en la batalla del Espinar. Los acontecimientos de décadas posteriores no trataron a esta tierra con mayor benevolencia. La desaparición de la Mesta empeoró la situación económica de las familias. Aunque San Pedro se redujo a un modesto núcleo agrícola y ganadero, siguió manteniendo gran actividad mercantil gracias a sus ferias y mercados. Las primeras décadas del siglo XX supusieron los primeros atisbos de modernidad con la legada de ciertos adelantos. La situación cambió con el “Desarrollismo” de los sesenta. Las duras condiciones de vida en casi todas las aldeas estimularon la emigración de la sierra favorecida por la desaparición de los servicios educativos y la adquisición de las tierras por el Patrimonio Forestal del Estado. La última apuesta de la Sierra está orientándose al sector servicios.
La fiesta de la Cruz de Mayo se celebra el día tres de dicho mes y conmemora el hallazgo de la Santa Cruz hacia el año 320 de nuestra era, siendo a partir del s. V cuando se convierte en símbolo oficial de los cristianos.Pero en San Pedro Manrique tiene significado especial. Es en la práctica el comienzo de las fiestas de San Juan. Después de la bendición de campos, con todo el pueblo reunido en asamblea soberana, como exige el rito, se procede al sorteo de las Móndidas entre las jóvenes solteras del pueblo, que serán las protagonistas de la Mañana del 24 de Junio.
Fiesta de La Traslación. En esta fiesta, tal como su propio nombre indica, se trasladan en solemne procesión a La Virgen de la Peña y a San Pedro desde la ermita del Humilladero hasta la iglesia titular de la Virgen. El pueblo, vuelve a cruzar el casco urbano llevando a hombros ambas imágenes, para realizar el recorrido inverso de la víspera de San Juan. Con la misa en esta iglesia concluye una serie de actos de diversa significación.
Las Mondidas. Muy de mañana, el día de San Juan la plaza Mayor de San Pedro Manrique, donde se encuentra el ayuntamiento, empieza a poblarse de valientes vespertinos que acuden, poco a poco, a presenciar la continuación de la Sanjuanada. Más tarde, sobre las frías piedras de las calles comienzan a resonar ecos lejanos de cascos equinos. De pronto, al revolver una esquina, aparece majestuosamente el primer caballero a lomos de su corcel. Es el primer concejal que acude a la mágica cita. Pronto irán acudiendo los demás. Mientras, en las casas de las tres Móndidas reina una febril actividad. Es un femenil barullo. La Móndida, las parientes más próximas y algunas sampedranas se afanan ultimando los detalles. Sobre una mesa está ya puesto el cestaño en cuyo interior se depositan dos roscos y, dentro de ellos, tres panecillos alargados. También se colocarán unas piedras que le darán estabilidad, si bien harán subir su peso hasta los 15 kilos. Los suficientes para dar más de un dolor de cabeza a las Móndidas que, más finas que las de antaño, ya no están acostumbradas a llevar pesos sobre la cabeza. Cada Móndida vestirá su traje blanco de pies a cabeza, aunque luego estropeará el níveo efecto poniéndose un mantón escasamente tradicional, que fuera introducido en la fiesta por ocurrencia de un indiano ricachón. Bien es verdad, por otra parte, que en las primeras horas de la mañana de San Juan se debe agradecer su cálido tacto. En esto, los caballeros están simulando expulsar de la villa a judíos y forasteros. Parten entonces los ediles transmutados en bélicos jinetes y recorren los campos circundantes. Es durante este periplo cuando consumen unos roscos especialmente elaborados en todo San Pedro la mañana de San Juan. Vuelven luego junto a la ermita del Humilladero pues es allí adonde habrán llegado las Móndidas y donde van a recibirlos.
Una vez juntos ediles y Móndidas, asisten a una violenta cabalgata que ha de celebrarse montando los caballos a pelo, sin montura alguna, a lo largo de la dilatada avenida que va desde la ermita a la entrada del pueblo. Los vencedores serán premiados con roscas idénticas a las que llevan las Móndidas dentro de sus cestaños. Antaño se les entregaban éstas mismas, pero ahora las Móndidas gustan de conservarlas como recuerdo y entregan otras similares a los caballistas.
Es entonces cuando las Móndidas recitan las cuartetas compuestas por algún amigo o conocido a veces, y otras por algún poetastro de la capital. Suelen tratar del tributo de las 100 doncellas entregado a la morisma durante el reinado del rey astur Mauregato. Muy de mañana, el día de San Juan la plaza Mayor de San Pedro Manrique, donde se encuentra el ayuntamiento, empieza a poblarse de valientes vespertinos que acuden, poco a poco, a presenciar la continuación de la Sanjuanada. Más tarde, sobre las frías piedras de las calles comienzan a resonar ecos lejanos de cascos equinos. De pronto, al revolver una esquina, aparece majestuosamente el primer caballero a lomos de su corcel. Va ataviado a la antigua usanza dieciochesca y se toca con un negro bicornio. Es el primer concejal que acude a la mágica cita. Pronto irán acudiendo los demás. Mientras, en las casas de las tres Móndidas reina una febril actividad. Es un femenil barullo que no admite la presencia de mozos ni hombres. La Móndida, su camarera, las parientes más próximas y algunas sampedranas de edad se afanan ultimando los detalles. Sobre una mesa está ya puesto el cestaño o canastillo en cuyo interior se depositan dos roscos y, dentro de ellos, tres panecillos alargados. También se colocarán unas piedras que le darán estabilidad, si bien harán subir su peso hasta los 15 kilos. Los suficientes para dar más de un dolor de cabeza a las Móndidas que, más finas que las de antaño, ya no están acostumbradas a llevar pesos sobre la cabeza. Cada Móndida vestirá su traje blanco de pies a cabeza, aunque luego estropeará el níveo efecto poniéndose un mantón escasamente tradicional, que fuera introducido en la fiesta por ocurrencia de un indiano ricachón. Bien es verdad, por otra parte, que en las primeras horas de la mañana de San Juan se debe agradecer su cálido tacto. En esto, los caballeros están simulando expulsar de la villa a judíos y forasteros. Parten entonces los ediles transmutados en bélicos jinetes y recorren los campos circundantes. Es durante este periplo cuando consumen unos roscos especialmente elaborados en todo San Pedro la mañana de San Juan. Vuelven luego junto a la ermita del Humilladero pues es allí adonde habrán llegado las Móndidas y donde van a recibirlos. Una vez juntos ediles y Móndidas, asisten a una violenta cabalgata que ha de celebrarse montando los caballos a pelo, sin montura alguna, a lo largo de la dilatada avenida que va desde la ermita a la entrada del pueblo. Los vencedores serán premiados con roscas idénticas a las que llevan las Móndidas dentro de sus cestaños. Antaño se les entregaban éstas mismas, pero ahora las Móndidas gustan de conservarlas como recuerdo y entregan otras similares a los caballistas. Es entonces cuando las Móndidas recitan unos poemas o cuartetas compuestas por algún amigo o conocido a veces, y otras por algún poetastro de la capital. Suelen tratar del tributo de las 100 doncellas entregado a la morisma durante el reinado del rey astur Mauregato.
Otras fiestas se celebran en torno a la matanza del cerdo. Tambien se mantiene la costumbre de los jóvenes de ir juntos al campo a merendar el Jueves Lardero la típica tortilla de patata, chorizo y huevo. No se debe olvidar la recuperación del mercado tradional y los carnvales.
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