La fortaleza de Mayrit fue fundada entre el 850 y el 886 por el emir Mohammad ben Abd al-Rahmman. Según Ibn Jaldun las fundaciones islámicas como Madrid contaban con abundante agua, campos de cultivo y huertas que permitían su aprovisionamiento, además de pastos y bosques cercanos para la obtención de ganado y madera. Condiciones que se sumaban a su inmejorable posición defensiva pues la fortaleza se encontraba a una altura de 70 metros respecto al río Manzanares. Este Mayrit estaba formado por la Almudaina (del árabe al-mudayna = ciudadela) y por la Medina (barrios de la ciudad), y su extensión no sobrepasaba las 17 hectáreas. La almudaina tenía una función eminentemente militar, ocupaba 7 hectáreas de superficie y estaba situada en el espacio que hoy ocupa el Palacio Real, la plaza de la Armería y la Catedral de Nuestra Señora de la Almudena. La Medina, situada al este y sur de la almudaina tenía una extensión de unas 10 hectáreas de superficie, estaba formada por dos barrios, uno de población musulmana y otro mozárabe, separados por el antiguo arroyo de San Pedro que discurría por la actual calle de Segovia. Algunos documentos del siglo XVI atestiguan que extramuros de la ciudad hubo un cementerio musulmán que estaría situado entorno a la zona de la actual plaza de la Cebada.
Con la muerte del califa Al-Mansur (Almanzor) en el año 1002 se aceleró la fragmentación del califato de Córdoba en pequeños reinos, llamados taifas. Esta circunstancia fue aprovechada por los reinos cristianos de León y Castilla para iniciar su expansión sobre los territorios del Islam. La expansión cristiana se sustentaba en un aumento de la presión demográfica, en la necesidad de obtener nuevas tierras de cultivo, en los continuos progresos militares y motivaciones del orden feudal, y en una ideología creciente sobre la legitimidad de la reconquista. Fernando I inició las conquistas en tierras portuguesas en 1055 y su hijo Alfonso VI las continuó hacia la España meridional con la toma del reino de Toledo en el 1085. Esta acción permitió trasladar la frontera a la meseta sur y contribuir al repoblamiento cristiano entre el Duero y el Sistema Central. La toma de Toledo implicó que ciudades, castillos y fortalezas como Santa Olalla, Maqueda, Alamín, Canales, Talamanca, Uceda, Hita, Ribas, Guadalajara y el propio Madrid, capitularan sin oponer resistencia. Sin embargo, bajo órbita cristiana Madrid siguió desempeñando un papel fronterizo y militar de primer orden, debido a que entre finales del siglo XI y durante el siglo XII los almorávides primero y los almohades después protagonizaron feroces ofensivas contra el reino de Toledo y su entorno. Esto hizo que la ciudad creciera poco y que a lo largo del siglo XI se construyera la muralla cristiana. El nuevo recinto envolvía un perímetro de 33 hectáreas aunque no toda la morfología del casco era trama urbana, pues gran parte de la vaguada de la calle de Segovia era suelo agrícola y las amplias zonas que constituían el Alcázar, el Campo del Rey y el espacio inmediato intramuros de la ciudad estaban destinadas a usos militares y defensivos, resultando que las edificaciones y el trazado viario de las calles sólo alcanzaban una extensión de 20 hectáreas. El trazado viario contaba con varios ejes principales, siendo el más importante el que unía las puertas de Guadalajara y de Santa María, y que actualmente se corresponde con el último tramo de la calle Mayor. El resto de la retícula es muy irregular, herencia de los árabes, donde caben destacar las plazas de la Paja, de Santiago y la de Santa María. Próximo a la ciudad, en la zona nororiental se localiza el primer arrabal que tuvo la ciudad. Su origen está vinculado a la fundación monástica de San Martín quien obtuvo del rey Alfonso VII el privilegio de carta puebla en 1125. En virtud de este privilegio se fueron poblando y ocupando los terrenos de sus inmediaciones, formando un pequeño núcleo urbano en torno a dos calles ortogonales entre sí y rodeado por un pequeño murete que discurría por los límites que marcaba la carta puebla.
Con la muerte del califa Al-Mansur (Almanzor) en el año 1002 se aceleró la fragmentación del califato de Córdoba en pequeños reinos, llamados taifas. Esta circunstancia fue aprovechada por los reinos cristianos de León y Castilla para iniciar su expansión sobre los territorios del Islam. La expansión cristiana se sustentaba en un aumento de la presión demográfica, en la necesidad de obtener nuevas tierras de cultivo, en los continuos progresos militares y motivaciones del orden feudal, y en una ideología creciente sobre la legitimidad de la reconquista. Fernando I inició las conquistas en tierras portuguesas en 1055 y su hijo Alfonso VI las continuó hacia la España meridional con la toma del reino de Toledo en el 1085. Esta acción permitió trasladar la frontera a la meseta sur y contribuir al repoblamiento cristiano entre el Duero y el Sistema Central. La toma de Toledo implicó que ciudades, castillos y fortalezas como Santa Olalla, Maqueda, Alamín, Canales, Talamanca, Uceda, Hita, Ribas, Guadalajara y el propio Madrid, capitularan sin oponer resistencia. Sin embargo, bajo órbita cristiana Madrid siguió desempeñando un papel fronterizo y militar de primer orden, debido a que entre finales del siglo XI y durante el siglo XII los almorávides primero y los almohades después protagonizaron feroces ofensivas contra el reino de Toledo y su entorno. Esto hizo que la ciudad creciera poco y que a lo largo del siglo XI se construyera la muralla cristiana. El nuevo recinto envolvía un perímetro de 33 hectáreas aunque no toda la morfología del casco era trama urbana, pues gran parte de la vaguada de la calle de Segovia era suelo agrícola y las amplias zonas que constituían el Alcázar, el Campo del Rey y el espacio inmediato intramuros de la ciudad estaban destinadas a usos militares y defensivos, resultando que las edificaciones y el trazado viario de las calles sólo alcanzaban una extensión de 20 hectáreas. El trazado viario contaba con varios ejes principales, siendo el más importante el que unía las puertas de Guadalajara y de Santa María, y que actualmente se corresponde con el último tramo de la calle Mayor. El resto de la retícula es muy irregular, herencia de los árabes, donde caben destacar las plazas de la Paja, de Santiago y la de Santa María. Próximo a la ciudad, en la zona nororiental se localiza el primer arrabal que tuvo la ciudad. Su origen está vinculado a la fundación monástica de San Martín quien obtuvo del rey Alfonso VII el privilegio de carta puebla en 1125. En virtud de este privilegio se fueron poblando y ocupando los terrenos de sus inmediaciones, formando un pequeño núcleo urbano en torno a dos calles ortogonales entre sí y rodeado por un pequeño murete que discurría por los límites que marcaba la carta puebla.
A comienzos del siglo XIII se fueron reduciendo las embestidas almohades contra la ciudad, con lo que se comenzó una discreta repoblación que vino apoyada por algunos privilegios reales como el Fuero, concedido y sancionado en 1202 por Alfonso VIII. El Fuero de Madrid fue redactado por el Concejo - ayuntamiento- con el consentimiento del rey, y en él se fijaba por escrito el derecho local que debía regular la vida en la ciudad. El fuero estuvo vigente hasta el año 1346 en que Alfonso XI estableció en Madrid el regimiento como respuesta a las políticas centralizadoras de la Corona. Durante todo este tiempo los madrileños vivieron de una manera independiente y ellos mismos –a modo de una pequeña República- se dieron sus propias normas, hasta el punto que la vecindad, es decir ser ciudadano de Madrid, se convirtió en la cúspide del sistema social en contraposición a las reglas del sistema estamental bajo medieval.Con la victoria de Alfonso VIII en las Navas de Tolosa el año 1212 se alejaron de la cuenca del Tajo las tensiones de la reconquista. A partir de este momento Madrid perdió su carácter de ciudad de frontera y se inicia un periodo de consolidación y crecimiento urbano, en el que también se retomó la labor de repoblar su alfoz. Esta circunstancia ocasionó no pocas disputas con el poderoso concejo de Segovia por la tenencia de las tierras del Real del Manzanares.En la retícula urbana se perciben usos y formas de ocupación del espacio diferentes, por lo que se puede empezar a hablar de coso, arrabal, villa y mercado, y cuya extensión va poco a poco densificando las 33 hectáreas que envolvía el perímetro de la muralla cristiana. Nuevas fundaciones monásticas extramuros de la ciudad, al norte y al sur, indican la colmatación del suelo urbano existente dentro del perímetro amurallado.A este dinamismo urbano contribuyó de forma notable la ampliación del Fuero en 1222 por Fernando III el Santo, aunque también hubo algún que otro sobresalto como la imposición por Alfonso X el Sabio del Fuero Real entre 1262 y 1272 en sustitución del Fuero de Madrid.
Durante el siglo XIV continuó el dinamismo urbano de la centuria precedente, con la consolidación del casco urbano que envolvía la muralla del siglo XII y con la aparición de dos nuevos arrabales, los de San Ginés y Santa Cruz, cuyo origen se debió a la existencia en estos lugares de unas ermitas primitivas. La configuración urbana de los nuevos arrabales sería parecida al de San Martín, con la disposición de dos calles ortogonales entre sí y un murete que envuelve su perímetro y conecta con la red caminera a través de puertas. Si se observa en el plano la disposición espacial de estos nuevos arrabales se puede constatar que a finales del siglo XIV la ciudad había experimentado un crecimiento natural en sentido este, siguiendo el camino de Alcalá. Esta circunstancia se debía a que la ciudad no podía crecer por el oeste debido a la presencia de las posesiones de la Corona (Alcázar y Campo del Rey), y al abrupto terraplén que presentaba la vega del río Manzanares. El creciente dinamismo urbano de Madrid tuvo como uno de sus principales alicientes las repetidas celebraciones de las Cortes castellanas y las cada vez más numerosas estancias de los monarcas de la dinastía Trastámara. A modo indicativo, se celebraron cortes en Madrid con Fernando IV en 1309, con Alfonso XI en 1329 y 1341, y con los reyes Trastámara en 1390 y 1393. Pero además, la conversión del concejo en regimiento por merced de Alfonso XI en 1346 ratificaba la importancia creciente de Madrid en la geopolítica castellana, aunque supusiera la pérdida de autogobierno que el Fuero de 1202 había dado a la ciudad.
Durante la primera mitad del siglo XV la ciudad siguió creciendo y se siguieron ocupando los huecos que quedaban entre las cavas de la muralla y entre los arrabales de San Martín, San Ginés y Santa Cruz, hasta entonces utilizados como muladares o basureros, así como se fue colmatando el espacio vacío que había en las cabeceras de los caminos de Alcalá, de Atocha y de Toledo. La ocupación de este espacio refuerza la tendencia del crecimiento urbano de la centuria precedente, que de forma natural se sigue desarrollando principalmente en sentido este por el camino de Alcalá. La urbanización del espacio estuvo promovida por el concejo madrileño, aunque con una regulación bastante desigual. Así, durante la primera mitad del siglo se fueron cediendo solares públicos del arrabal a las poblaciones musulmana y judía, para a partir de 1453 ceder a la oligarquía local las parcelas más valiosas y próximas al recinto murado del siglo XII. La celebración en la ciudad de las Cortes castellanas de 1419 y 1433 vinieron a sancionar la importancia que había adquirido la villa de Madrid para la Corona, pues no hay que olvidar que era tierra de realengo. Con la muerte de Enrique IV en Madrid, en 1474, las disputas por la sucesión al trono enfrentaron en una nueva guerra civil a los partidarios de Juana la Beltraneja y a los de Isabel la Católica. El marqués de Villena, partidario de la primera, se apoderó del Alcázar y obligó a la futura reina Isabel a sitiarlo en 1475, con lo que se produjo la destrucción de gran número de casas que había en sus proximidades y en el Campo del Rey. El concejo madrileño tuvo que asumir las secuelas de este desgraciado episodio donando suelo público para la repoblación de aquella zona. Sin embargo, y pese a estos esfuerzos, el crecimiento urbano se seguía registrando extramuros de la ciudad, inercia que se completaría durante el reinado de los Reyes Católicos con la regulación del mercado del arrabal y su ordenación urbana en 1480. Y es que a finales del siglo XV había sido de tal magnitud la densificación urbana que el concejo se hizo eco de que ya no quedaban sitios libres dentro de la villa que se pudieran conceder para edificar. En consecuencia, se siguieron ocupando los escasos espacios vacíos que había extramuros y en las cavas de la muralla. Así, se lotificó el terreno comprendido entre las puertas de Guadalajara y Cerrada (1495-1511), entre la Puerta de Guadalajara y la torre de Alzapierna en 1526, entre la puerta Cerrada y el Alfolí en 1531 y el resto, a excepción de la cava de la Puerta de Moros, en 1535. La mayor parcelación y ocupación del espacio se produjo después de la guerra de las Comunidades (1520-1521), sufrida en Madrid con especial virulencia por ser la mayoría de su población comunera, a excepción de los que se refugiaron en el Alcázar. No obstante, la ciudad va a superar pronto las secuelas de este episodio y continuará con su desarrollo, alcanzando la ciudad una superficie de 72 hectáreas en 1535. En este momento la ciudad presentaba un casco urbano estructurado por completo -aquel que se correspondía con los primeros recintos amurallados árabes y cristianos- y un campo circundante que se ha ido incorporando e integrando en la trama urbana. Esta estructuración interior llevó aparejada una serie de medidas como la erradicación de fraguas, herrerías y mataderos de la villa vieja y su nuevo emplazamiento en el arrabal. La estancia del emperador Carlos V en la ciudad para asistir a la convocatoria de Cortes del año 1528 iba a suponer un hecho capital para la transformación posterior de Madrid en sede de la Corte.
Durante el siglo XIV continuó el dinamismo urbano de la centuria precedente, con la consolidación del casco urbano que envolvía la muralla del siglo XII y con la aparición de dos nuevos arrabales, los de San Ginés y Santa Cruz, cuyo origen se debió a la existencia en estos lugares de unas ermitas primitivas. La configuración urbana de los nuevos arrabales sería parecida al de San Martín, con la disposición de dos calles ortogonales entre sí y un murete que envuelve su perímetro y conecta con la red caminera a través de puertas. Si se observa en el plano la disposición espacial de estos nuevos arrabales se puede constatar que a finales del siglo XIV la ciudad había experimentado un crecimiento natural en sentido este, siguiendo el camino de Alcalá. Esta circunstancia se debía a que la ciudad no podía crecer por el oeste debido a la presencia de las posesiones de la Corona (Alcázar y Campo del Rey), y al abrupto terraplén que presentaba la vega del río Manzanares. El creciente dinamismo urbano de Madrid tuvo como uno de sus principales alicientes las repetidas celebraciones de las Cortes castellanas y las cada vez más numerosas estancias de los monarcas de la dinastía Trastámara. A modo indicativo, se celebraron cortes en Madrid con Fernando IV en 1309, con Alfonso XI en 1329 y 1341, y con los reyes Trastámara en 1390 y 1393. Pero además, la conversión del concejo en regimiento por merced de Alfonso XI en 1346 ratificaba la importancia creciente de Madrid en la geopolítica castellana, aunque supusiera la pérdida de autogobierno que el Fuero de 1202 había dado a la ciudad.
Durante la primera mitad del siglo XV la ciudad siguió creciendo y se siguieron ocupando los huecos que quedaban entre las cavas de la muralla y entre los arrabales de San Martín, San Ginés y Santa Cruz, hasta entonces utilizados como muladares o basureros, así como se fue colmatando el espacio vacío que había en las cabeceras de los caminos de Alcalá, de Atocha y de Toledo. La ocupación de este espacio refuerza la tendencia del crecimiento urbano de la centuria precedente, que de forma natural se sigue desarrollando principalmente en sentido este por el camino de Alcalá. La urbanización del espacio estuvo promovida por el concejo madrileño, aunque con una regulación bastante desigual. Así, durante la primera mitad del siglo se fueron cediendo solares públicos del arrabal a las poblaciones musulmana y judía, para a partir de 1453 ceder a la oligarquía local las parcelas más valiosas y próximas al recinto murado del siglo XII. La celebración en la ciudad de las Cortes castellanas de 1419 y 1433 vinieron a sancionar la importancia que había adquirido la villa de Madrid para la Corona, pues no hay que olvidar que era tierra de realengo. Con la muerte de Enrique IV en Madrid, en 1474, las disputas por la sucesión al trono enfrentaron en una nueva guerra civil a los partidarios de Juana la Beltraneja y a los de Isabel la Católica. El marqués de Villena, partidario de la primera, se apoderó del Alcázar y obligó a la futura reina Isabel a sitiarlo en 1475, con lo que se produjo la destrucción de gran número de casas que había en sus proximidades y en el Campo del Rey. El concejo madrileño tuvo que asumir las secuelas de este desgraciado episodio donando suelo público para la repoblación de aquella zona. Sin embargo, y pese a estos esfuerzos, el crecimiento urbano se seguía registrando extramuros de la ciudad, inercia que se completaría durante el reinado de los Reyes Católicos con la regulación del mercado del arrabal y su ordenación urbana en 1480. Y es que a finales del siglo XV había sido de tal magnitud la densificación urbana que el concejo se hizo eco de que ya no quedaban sitios libres dentro de la villa que se pudieran conceder para edificar. En consecuencia, se siguieron ocupando los escasos espacios vacíos que había extramuros y en las cavas de la muralla. Así, se lotificó el terreno comprendido entre las puertas de Guadalajara y Cerrada (1495-1511), entre la Puerta de Guadalajara y la torre de Alzapierna en 1526, entre la puerta Cerrada y el Alfolí en 1531 y el resto, a excepción de la cava de la Puerta de Moros, en 1535. La mayor parcelación y ocupación del espacio se produjo después de la guerra de las Comunidades (1520-1521), sufrida en Madrid con especial virulencia por ser la mayoría de su población comunera, a excepción de los que se refugiaron en el Alcázar. No obstante, la ciudad va a superar pronto las secuelas de este episodio y continuará con su desarrollo, alcanzando la ciudad una superficie de 72 hectáreas en 1535. En este momento la ciudad presentaba un casco urbano estructurado por completo -aquel que se correspondía con los primeros recintos amurallados árabes y cristianos- y un campo circundante que se ha ido incorporando e integrando en la trama urbana. Esta estructuración interior llevó aparejada una serie de medidas como la erradicación de fraguas, herrerías y mataderos de la villa vieja y su nuevo emplazamiento en el arrabal. La estancia del emperador Carlos V en la ciudad para asistir a la convocatoria de Cortes del año 1528 iba a suponer un hecho capital para la transformación posterior de Madrid en sede de la Corte.
Siglo XVI. En 1561, Felipe II designó a Madrid como sede permanente de la Corte. Este acontecimiento, conocido como el impacto de la corte, va a ser determinante en la evolución de todos los aspectos históricos, sociales y económicos de Madrid y su territorio.Fueron muchos los motivos que indujeron a Felipe II a instalar su corte en Madrid. Por lo pronto la ciudad era feudo del rey y contaba con una situación geográfica estratégica en el centro peninsular, en la que abundaba el agua, los recursos y los bosques cercanos para cazar. Además, contaba con un palacio cómodo (Alcázar) y la ciudad era un territorio virgen en cuanto a otros contrapoderes que pudieran incomodar al rey, esto es, una nobleza débil, y una iglesia poco representativa.Esta decisión tuvo una enorme repercusión para la ciudad pues además de convertirse en la residencia del rey, su familia y su séquito, también implicaba la llegada a la ciudad de los aparatos centrales del Estado y de continuas oleadas de inmigrantes atraídas por el influjo de la corte. Así, la ciudad casi cuadriplicó su superficie en poco tiempo, al pasar de las 72 hectáreas que tenía de extensión en 1535 a 134 hectáreas en 1565 y a 282 a finales del siglo. De la misma forma, el caserío urbano compuesto en 1563 por 2.520 inmuebles, pasó a 4.000 en 1571, y rebasó los 7.590 en las postrimerías del reinado de Felipe II; es decir, el número de casas se multiplicó por 3, lo que supone una construcción de 150 viviendas anuales. Los datos de la población también son reveladores; si en 1561 la villa tenía unos 12.700 habitantes, creció hasta 42.000 en 1571, hasta 55.000 en 1584 y alcanzó los 90.000 en 1597. En apenas 40 años la población madrileña se había multiplicado por 4 veces y media, rebasando con creces la tasa de crecimiento anual de las ciudades castellanas, y convirtiéndose en una de las 20 ciudades más pobladas de Europa.El nuevo caserío de la ciudad se fue estableciendo entorno a los caminos que llegaban a la Villa (Alcalá, Carrera de San Jerónimo, Atocha, Embajadores, Toledo...) y de esta manera, se fueron estructurando los ejes principales que todavía discurren por lo que se ha venido llamando el Madrid de los Austrias. Por el oeste, fue importante la apertura en 1577 de la calle Segovia hasta su encuentro con el puente homónimo que años antes había construido Juan de Herrera. También se van a crear nuevos ejes urbanos como los de las calles de Leganitos, Amaniel, ancha de San Bernardo, Tudescos – Correderas alta y baja de San Pablo- y el eje que comunica la Puerta del Sol con el exterior de la Villa a través de la calle Montera, la Red de San Luis y las calles de Hortaleza y Fuencarral. Las zonas más antiguas de la ciudad fueron objeto de una profunda remodelación, poco a poco se fueron derribando las murallas medievales y buena parte de sus puertas para poder ampliar las calles y crear nuevas plazas comerciales. En esta lógica se encuadra la regularización de la plaza del Arrabal en 1581, que supuso el derribo de las llamadas “casas de la manzana” y la construcción en 1590 de la Casa de la Panadería.No sólo trajo “bondades” el establecimiento de la corte, pues para poder alojar al sequito real, a los funcionarios, a la nobleza y a los prelados, el rey había ordenado a su Mariscal de Logis que requisará el 20 % de las casas de la ciudad para alojar en ellas a tan selectos inmigrantes. Pero como no eran suficientes, al poco tiempo y en virtud del derecho conocido como Regalía de Aposento, se ordenó reservar la mitad de las viviendas madrileñas para estos fines. Lógicamente, muchos madrileños optaron por construir y transformar el interior de sus casas de forma que fuera imposible hospedar a los servidores del rey. Estos inmuebles que fueron denominados “casas a la malicia” sirvieron de poco, pues todas las casas que impedían el obligado alojamiento fueron gravadas con un nuevo impuesto. Los fondos obtenidos de la nueva tasa fiscal se emplearían en sufragar los gastos de hospedaje de los servidores de la Corona.
A comienzos del siglo XVII el Duque de Lerma asumió la titularidad de la dirección política de la monarquía con la confianza de Felipe III (1598-1621), y se produjeron una serie de cambios políticos que afectaron profundamente a Madrid.Las grandes realizaciones urbanas que se realizaron en la ciudad durante la primera mitad del siglo XVII son el reflejo de la munificencia y fastuosidad inaugurada por Lerma, pareja a la progresiva intensidad que iban tomando las manifestaciones sociales y culturales del barroco. Sin embargo, antes de que esto ocurriera, en el invierno de 1601 se iba a producir un episodio sombrío para la ciudad, el traslado de la corte a Valladolid. La decisión de trasladar la corte a Valladolid fue obra del Duque de Lerma, ya que estaban cerca sus dominios nobiliarios, tenía una amplia influencia sobre el poder municipal y además se le dio una fuerte suma de maravedíes en concepto de donativo. Convencido Felipe III de la conveniencia que supondría para la monarquía su nuevo emplazamiento, el 10 de enero de 1601 el Consejo de la Cámara publicó el decreto oficial del traslado de la corte. De nada sirvieron las peticiones, las súplicas y los memoriales que el concejo madrileño elevó al rey. Y es que el traslado de la corte, después de haber permanecido en Madrid durante cuarenta años, iba a suponer el declive para el dinamismo de la ciudad y la ruina para muchos de sus habitantes. Pero ni Valladolid resultaba una ciudad cómoda para la corte ni Madrid estaba dispuesto a dejarse arrebatar tal privilegio. Madrid negoció la vuelta de la corte con Felipe III, tras pactar un sustancioso donativo de 250.000 ducados. Lógicamente, de esta cantidad se entregó una tercera parte al Duque de Lerma y con las dos terceras partes restantes la villa se comprometía a construir un nuevo cuarto para la reina en el Alcázar. En 1606 la corte volvía a encontrarse de nuevo en Madrid y el concejo comprendió que el Alcázar era su mejor vínculo con la corona, por eso se decidió a invertir en él. Durante los últimos años del reinado de Felipe III y los primeros del reinado de Felipe IV (1621-1665) la ciudad vivió un programa de construcciones públicas para equiparar su aspecto físico a la realidad de su papel político, que por cierto ya mostraba síntomas de un claro declive. Entre 1617 y 1619 la plaza Mayor por fin vio ordenado su espacio urbano, cerrado por una fachada uniforme y regular que lo envolvía, según un proyecto de Juan Gómez de Mora que culminaba la transformación de la antigua plaza del Arrabal en una plaza cortesana. También, el 15 de noviembre de 1623 Felipe IV en solemne ceremonia puso la primera piedra de la catedral de Madrid, un sueño largamente acariciado por la villa y abortado dos años después. No pasó igual con la construcción del Palacio del Buen Retiro (1632-1640), en buena medida sufragado por la villa, y ubicado en el extremo opuesto de la ciudad al que se encontraba el Alcázar. Madrid, a partir de entonces quedaba flanqueado por dos grandes posesiones reales, el Alcázar y el palacio de recreo. Pero al margen de este Madrid cortesano de los fastos barrocos, el caserío había seguido creciendo hasta alcanzar en el primer tercio del siglo XVII una población cercana a los 130.000 habitantes y una extensión de 400 hectáreas, a las que habría que añadir otras 300 hectáreas correspondientes a los reales sitios (Palacio del Buen Retiro, Campo del Moro). Bajo este contexto, el concejo y la Corona desarrollaron algunas iniciativas para remozar el caserío existente y paliar la carestía de infraestructuras. Así, empezaron a construirse los conocidos viajes de agua, como el de Amaniel (1614-1616), con objeto de suministrar agua potable al Alcázar, a varias fuentes públicas, a casas particulares y conventos, a la vez que se iban consolidando nuevas plazas públicas (la de la Cebada, Mayor y Balnadú). Sin embargo, las dimensiones que había alcanzado la ciudad se mantendrán prácticamente inalterables durante los próximos doscientos años. Esto se debió a la construcción en 1625 de una nueva cerca que envolvía la ciudad y que tenía la finalidad de fiscalizar, a través de sus puertas, los abastos que entraban en la ciudad.Durante el reinado de Carlos II (1665-1700), último de la Casa de Austria, la efervescencia urbanística que había conocido la ciudad se había desvanecido cuando todavía reinaba su padre.
A comienzos del siglo XVII el Duque de Lerma asumió la titularidad de la dirección política de la monarquía con la confianza de Felipe III (1598-1621), y se produjeron una serie de cambios políticos que afectaron profundamente a Madrid.Las grandes realizaciones urbanas que se realizaron en la ciudad durante la primera mitad del siglo XVII son el reflejo de la munificencia y fastuosidad inaugurada por Lerma, pareja a la progresiva intensidad que iban tomando las manifestaciones sociales y culturales del barroco. Sin embargo, antes de que esto ocurriera, en el invierno de 1601 se iba a producir un episodio sombrío para la ciudad, el traslado de la corte a Valladolid. La decisión de trasladar la corte a Valladolid fue obra del Duque de Lerma, ya que estaban cerca sus dominios nobiliarios, tenía una amplia influencia sobre el poder municipal y además se le dio una fuerte suma de maravedíes en concepto de donativo. Convencido Felipe III de la conveniencia que supondría para la monarquía su nuevo emplazamiento, el 10 de enero de 1601 el Consejo de la Cámara publicó el decreto oficial del traslado de la corte. De nada sirvieron las peticiones, las súplicas y los memoriales que el concejo madrileño elevó al rey. Y es que el traslado de la corte, después de haber permanecido en Madrid durante cuarenta años, iba a suponer el declive para el dinamismo de la ciudad y la ruina para muchos de sus habitantes. Pero ni Valladolid resultaba una ciudad cómoda para la corte ni Madrid estaba dispuesto a dejarse arrebatar tal privilegio. Madrid negoció la vuelta de la corte con Felipe III, tras pactar un sustancioso donativo de 250.000 ducados. Lógicamente, de esta cantidad se entregó una tercera parte al Duque de Lerma y con las dos terceras partes restantes la villa se comprometía a construir un nuevo cuarto para la reina en el Alcázar. En 1606 la corte volvía a encontrarse de nuevo en Madrid y el concejo comprendió que el Alcázar era su mejor vínculo con la corona, por eso se decidió a invertir en él. Durante los últimos años del reinado de Felipe III y los primeros del reinado de Felipe IV (1621-1665) la ciudad vivió un programa de construcciones públicas para equiparar su aspecto físico a la realidad de su papel político, que por cierto ya mostraba síntomas de un claro declive. Entre 1617 y 1619 la plaza Mayor por fin vio ordenado su espacio urbano, cerrado por una fachada uniforme y regular que lo envolvía, según un proyecto de Juan Gómez de Mora que culminaba la transformación de la antigua plaza del Arrabal en una plaza cortesana. También, el 15 de noviembre de 1623 Felipe IV en solemne ceremonia puso la primera piedra de la catedral de Madrid, un sueño largamente acariciado por la villa y abortado dos años después. No pasó igual con la construcción del Palacio del Buen Retiro (1632-1640), en buena medida sufragado por la villa, y ubicado en el extremo opuesto de la ciudad al que se encontraba el Alcázar. Madrid, a partir de entonces quedaba flanqueado por dos grandes posesiones reales, el Alcázar y el palacio de recreo. Pero al margen de este Madrid cortesano de los fastos barrocos, el caserío había seguido creciendo hasta alcanzar en el primer tercio del siglo XVII una población cercana a los 130.000 habitantes y una extensión de 400 hectáreas, a las que habría que añadir otras 300 hectáreas correspondientes a los reales sitios (Palacio del Buen Retiro, Campo del Moro). Bajo este contexto, el concejo y la Corona desarrollaron algunas iniciativas para remozar el caserío existente y paliar la carestía de infraestructuras. Así, empezaron a construirse los conocidos viajes de agua, como el de Amaniel (1614-1616), con objeto de suministrar agua potable al Alcázar, a varias fuentes públicas, a casas particulares y conventos, a la vez que se iban consolidando nuevas plazas públicas (la de la Cebada, Mayor y Balnadú). Sin embargo, las dimensiones que había alcanzado la ciudad se mantendrán prácticamente inalterables durante los próximos doscientos años. Esto se debió a la construcción en 1625 de una nueva cerca que envolvía la ciudad y que tenía la finalidad de fiscalizar, a través de sus puertas, los abastos que entraban en la ciudad.Durante el reinado de Carlos II (1665-1700), último de la Casa de Austria, la efervescencia urbanística que había conocido la ciudad se había desvanecido cuando todavía reinaba su padre.
Siglo XVIII. La muerte de Carlos II en 1700 sin sucesión tuvo consecuencias devastadoras no sólo para España sino para las distintas potencias europeas que se alinearon entre los dos pretendientes al trono, que a la sazón eran Felipe de Borbón, duque de Anjou y nieto de Luis XIV de Francia y el Archiduque Carlos de Austria. Después de 15 años de contienda en la Paz de Utrecht se concertó que Felipe de Borbón accediera al trono de España con el título de Felipe V, iniciándose la andadura de la dinastía Borbón hasta nuestros días. Al igual que en periodos precedentes, los Borbones desarrollaron distintas iniciativas políticas, sociales y culturales con el fin de reflejar la imagen del poder real de la nueva dinastía. La ciudad, por lo tanto, se seguiría utilizando como el escenario adecuado desde el que proyectar y resaltar la imagen de ese poder, en el que, por otra parte, se introducían cambios y matices diferenciadores con respecto a la monarquía de los Austrias.Las primeras transformaciones urbanas se iniciaron bajo el corregimiento del Marqués de Vadillo (1715-1730), con la ordenación de la periferia sur-occidental de la ciudad para tratar de establecer una nueva relación espacial entre la ciudad y el río Manzanares. Sin embargo, el "desafortunado" incendio del Alcázar en la navidad de 1734 obligó a la corte a trasladarse al palacio del Buen Retiro, con lo que los proyectos de remodelación de la periferia también se trasladaron al eje formado por los prados viejos de San Jerónimo. Estas obras formarían parte de un proyecto unitario que habían diseñado los arquitectos Corona y Guiz en 1744. La nueva tensión urbana del área oriental hizo que las reformas también se fijaran en el resto de la periferia, donde se realizaron algunas actuaciones puntuales y exentas de un plan general de remodelación. Así, en el noroeste se acometió y ornamentó el nuevo camino de Areneros y se construyó la Puerta de San Vicente (1724-1728); en el norte se prefiguraron los bulevares siguiendo el proyecto de F. Nangle (1757); por último, en el sur se construyó el acceso que comunicaba con el nuevo Puente de Toledo (1719-1732) y se remodeló el entorno de la nueva puerta de Atocha con una red caminera en forma de tridente, dando lugar a la formación de los paseos de Atocha (1733-1736) y de las Delicias (1754) e integrando en el trazado viario el Santuario de Santa María de la Cabeza. Durante el reinado de Carlos III se van a producir las reformas urbanas más importantes del siglo XVIII, siguiendo las directrices políticas del Conde de Aranda, primero, y del Conde de Floridablanca, después. Estas políticas chocaron con los intereses de un gobierno local que poco a poco veía como perdía la poca autonomía jurisdiccional que le quedaba. En 1767 se activan los proyectos del Prado de San Jerónimo (1767-1784) y de la Cuesta de San Vicente (1767-1777). El primero fue proyectado por José de Hermosilla y venía a ordenar urbanísticamente el ámbito de la vaguada del arroyo de la Fuente Castellana. Se trataba de integrar de forma unitaria los fragmentos dispersos del espacio de transición entre la ciudad y el conjunto palatino del Buen Retiro, mediante la creación de un espacio circoagonal limitado y embellecido por fuentes (Cibeles, Neptuno y las Cuatro Estaciones o de Apolo), y vías arboladas. La obra se remata con el arreglo y ornato del paseo tangencial que desemboca en la nueva Puerta de Alcalá (1774-1778) y la remodelación del paseo que por el sudeste se dirige hacia el Convento de Nuestra Señora de Atocha. En 1775 se hizo cargo de las obras Ventura Rodríguez, encargándose del diseño final de las fuentes y añadiendo al proyecto original las cuatro fuentecillas del cruce de la calle de Huertas y la fuente de la Alcachofa junto a la Puerta de Atocha.La remodelación del entorno del nuevo Palacio Real, de la Cuesta de San Vicente (1767-1777), no tuvo el éxito deseado. Esto se debió fundamentalmente a la ingente obra de ingeniería que hubo que realizar, porque para suavizar la pendiente entre la cota del antiguo Alcázar y el acceso noroccidental de la ciudad se tuvieron que reestructurar el Paseo de la Florida, el Camino de El Pardo y la Cuesta de San Vicente. Al mismo tiempo se abrió la nueva calle Real, al este del nuevo palacio, como un auténtico foso de segregación entre éste y la ciudad.Otras actuaciones vinieron a completar la remodelación y arbolado de los caminos de la periferia, como los paseos del sur (1775-1780), la terminación de los accesos de la Puerta de Atocha y la solución final que adoptó la caminería de este último lugar para comunicar con el fallido proyecto del Canal del Manzanares.Pese a estas realizaciones urbanas, orientadas más que nada a mejorar los entornos palaciegos, lo cierto es que la ciudad apenas había crecido, ocupando los espacios semiurbanos que quedaban junto a la cerca de 1625 y aprovechando las tensiones que sobre esta había ejercido la remodelación de los paseos de la periferia. Las cifras hablan por sí mismas, pues tan sólo se sumaron 100 hectáreas a las 700 que tenía la ciudad en 1625, y eso que la población había alcanzado algo más de 150.000 habitantes a mediados del siglo XVIII, para alcanzar los cerca de 190.000 a finales de la centuria.
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